martes, 24 de junio de 2008

El intervencionismo norteamericano en América latina, 2a y última

Durante la década de 1890 a 1900 los Estados Unidos tomaron diversas iniciativas en política exterior encaminadas a establecer su hegemonía en América Latina. Una de ellas la encontramos en su intervención en una disputa fronteriza entre Venezuela y Gran Bretaña. En 1897 Washington logró que Londres aceptara que el problema fuera sometido a un arbitraje internacional. Washington precisamente asumió la representación de Venezuela.
En 1895 el presidente William McKinley había aceptado la idea de que los Estados Unidos eran responsables de la ley y el orden en el Caribe. Cuba era otra vez el centro de atención. El hundimiento del Maine fue la gota que derramo el vaso en torno a las tensiones que sobre Cuba pendían. Los Estados Unidos declararon la guerra a España. Invadieron Cuba, Puerto Rico, la isla de Guam y las Filipinas. Por el tratado de París de diciembre de 1898 España reconocía la independencia cubana y al mismo tiempo los Estados Unidos se afirmaban en el caribe, ocupando Cuba hasta 1903. La intervención de Estados Unidos en la independencia cubana dio a luz una máxima del cinismo intervensionista del coloso del norte: la enmienda Platt. Si bien la doctrina Monroe “fue una declaración de esperanzas futuras más que un plan de actuación directo”[1], la enmienda Platt es la materialización legal de la doctrina Monroe. Con la enmienda Platt, incluida en la nueva constitución cubana, los Estados Unidos se arrogan el derecho de intervenir en los asuntos internos de la isla cada vez que lo consideraran necesario, lo que legaliza el derecho de intervención, y quita a Cuba uno de los principios liberales más importantes: la soberanía.
Regresando a Centroamérica, en 1889 el presidente Rutherford Hayes lanzó un corolario a la doctrina Monroe: para evitar la injerencia de imperialismos extracontinentales en América, los Estados Unidos debían ejercer el control exclusivo sobre cualquier canal interoceánico que se construyese. Lo anterior iba en contra del tratado Clayton-Bulwer de 1850. En 1901 Estados Unidos y Gran Bretaña firmaron el tratado Hay-Pauncefote, por el cual quedaba anulado el de 1850. Durante la presidencia de Theodor Roosevelt se intensificaron las acciones para obtener una franja territorial en el istmo y comenzar la construcción de un canal. En enero de 1903 se firmo el tratado Hay-Herrán, que preveía la concesión a perpetuidad de una zona del canal para uso de los Estados Unidos, a cambio de un pago inicial de 10 millones de dólares y una suma anual de 250 mil. Sin embargo en agosto el congreso colombiano rechazo el tratado. Ante esta negativa, los Estados Unidos decidieron apoyar la independencia panameña (región donde se planeaba la construcción del canal). Independizada Panamá, el 18 de noviembre de 1903 fue firmado el tratado Hay-Bunau-Varilla por el cual Panamá cedía a los Estados Unidos, a perpetuidad, el uso de una franja de territorio de 10 millas de ancho, de la costa del Pacífico hasta el Caribe, por la suma arriba mencionada. El canal comenzó a operar en 1914.
La presidencia de Theodor Roosevelt fue caracterizada como la “política del garrote”. La de su sucesor William Hawoard Taft como “la diplomacia del dólar”. Ambas caracterizaciones son aplicables a la política internacional de Estados Unidos para con los países latinoamericanos. Durante el gobierno de T. Roosevelt se manifestó una creciente intervención y dominación del imperialismo en el subcontinente. Entre 1902 y 1903 se da una intervención en Venezuela a causa de la negación de este país de negociar su deuda de acuerdo solamente con los intereses de sus acreedores, Alemania, Inglaterra e Italia, quienes bloquearon y atacaron puerto venezolanos. Roosevelt consigue que estas potencias se retiren; a cambio los Estados Unidos obligarían a Venezuela a pagar sus deudas. Roosevelt lanzaría otro corolario a la doctrina Monroe, reforzando ideológicamente el papel de los Estados Unidos como guardián de las Américas. Por este corolario los Estados Unidos se convertían en policía internacional. “La crónica delincuencia (de algunos países latinoamericanos), puede... hacer necesaria la intervención de alguna nación civilizada, y en el hemisferio occidental la doctrina de Monroe puede obligar a los Estados Unidos a ejercer un poder de policía internacional”.[2] Los Estados Unidos ya no solo vigilarían América de las potencias europeas, sino que ahora vigilaría a los países latinoamericanos de si mismos.
En un conflicto similar al anteriormente citado de Venezuela, en 1905 infantes de marina desembarcaron en República Dominicana y asumieron la administración de la aduana, destinando el 45% de los ingresos aduanales al fisco dominicano, y el resto al pago de la deuda externa.
W. H. Taft y su secretario de estado Knox agregaron otro corolario a la doctrina Monroe: no solo la ocupación política de una zona independiente en las Américas por parte de una potencia extracontinental constituyen una violación de esa doctrina, sino que la vulnera hasta el establecimiento de la influencia económica de sectores privados extranjeros. Se presionaba a los países del caribe a negar concesiones y contratos al capital europeo y japonés.
Entre 1906 y 1909 se da una nueva ocupación de Cuba y en este último año se interviene en Honduras para resolver cuestiones referentes a su deuda interna. En la misma línea se interviene en Haití en 1910. En 1909 se tuvo lugar una intervención en Nicaragua contra el presidente nacionalista José Zelaya. Cuando Zelaya cayó el gobierno provisional nicaragüense se vio obligado a suscribir un acuerdo por el cual Nicaragua recibiría un préstamo norteamericano y a cambio de ello entregaba sus aduanas a un administrador estadounidense. Entre 1912 y 1931 los marines estadounidenses entraron a Nicaragua varias veces.
Cuando Wilson llegó a la presidencia de los Estados Unidos, lanzó un discurso contra el imperialismo, sin embargo en la práctica continuo con la política intervensionista de sus predecesores. En 1915 se intervino en Haití a causa de conflictos internos. Los marines permanecieron en la isla durante 18 años. Haití suscribió un convenio por el cual se convertía en un protectorado de los Estados Unidos. La misma constitución haitiana fue redactada por norteamericanos. En 1916 se firmo el tratado Bryan-Chamorro, por el cual Nicaragua entregaba a los Estados Unidos dos islas ubicadas en el Golfo de Fonseca a cambio de la cancelación de su deuda con ese país. Este mismo año se da una ocupación de República Dominicana. La ocupación militar en Haití y en República Dominicana permitió a los capitalistas norteamericanos extender y consolidar su control sobre los ingenios azucareros y otras fuentes de riqueza.
En Panamá se produjeron desembarcos en 1908, 1912 y 1918, dejando el país entero bajo vigilancia política y militar de los Estados Unidos.
Los presidentes norteamericanos Harding (1921-25), Coolidge (1925-1929) y Hoover (1929-1933), continuaron una política de intervención directa en Centroamérica y de intervención indirecta en Sudamérica. En Nicaragua se instalo una guarnición permanente entre 1912 y 1924. El 1927 se da una intervención contra el general nacionalista Sacasa que culmina con la instauración de Somoza.
La República Dominicana estuvo ocupada desde 1916 hasta 1924, fecha en que el gobierno fue devuelto a los dominicanos; sin embargo destacamentos militares estadounidenses permanecieron en el país. Las aduanas dominicanas estuvieron en manos de estadounidenses hasta 1940.
Con la presidencia de Franklin D. Roosevelt se inicia la “política del buen vecino”, que consistía en el respeto a la soberanía de los países latinoamericanos. Esta política según algunos autores, fue un intento por desvincular las iniciativas diplomáticas de los intereses de los inversionistas. Según Boersner la nueva línea “blanda” hacia América Latina se explica por dos factores: 1) el debilitamiento del sector capitalista a causa de la recesión que aumento la autonomía y el poder del Estado y 2) el poderío de los Estados Unidos en América Latina ya estaba solidamente afianzado, lo que permitía una actitud más reposada y liberal. En 1933 se da el retiro de tropas en Haití y en 1834 se anula la enmienda Platt. En la VII conferencia latinoamericana reunida en Montevideo en 1933, el secretario de estado Cordell Hull declaró que los Estados Unidos se unían al principio de la no intervención.
En 1940, y en el contexto de la segunda guerra mundial, Roosevelt había logrado unir a los países latinoamericanos en torno a la defensa del orden hemisférico establecido contra las amenazas provenientes de las potencias del eje. Así como el comunismo era un peligro ideológico, lo mismo lo era en nazifascismo.
A partir de 1948 los Estados Unidos regresaron a la línea dura contra Latinoamérica. En el marco de la guerra fría comenzaron a alentar el establecimiento de regímenes de fuerza protocapitalista y antiizquierdistas en los países subdesarrollados. En su política conservadora y represiva hacia América Latina los Estados Unidos trataron de valerse de dos instrumentos y mecanismos adoptados por la comunidad interamericana en los años de 1947-48: el Tratado Interamericano de Asistencia reciproca (TIAR) y la Organización de Estados Americanos (OEA).
El auge de la guerra fría llevó a los norteamericanos a colocar la seguridad militar y policial por encima de cualquier otra consideración en lo referente a los países subdesarrollados sometidos a su hegemonía. La política de luz verde a las corrientes autoritarias conservadoras, junto con la práctica de calificar de comunistas a todos los movimientos populares tendientes hacia la transformación del sistema social, hicieron posible el derrocamiento de los gobiernos democráticos de Venezuela y Perú en 1948 y de Cuba en 1952. Los Estados Unidos también lograron que la revolución boliviana fuera meramente reformista.
En la primera mitad de la década de los cincuenta, los norteamericanos participaron activamente en la caída del presidente guatemalteco Jacobo Arbenz.
Después de que triunfa la revolución cubana los Estados Unidos intervienen en el desembarco a Bahía de Cochinos en 1961 y en 1962 logra que los países latinoamericanos declaren que el sistema cubano es incompatible con el sistema interamericano, dominado y estructurado por ellos mismos.
La exposición anterior es una breve descripción cronológica del intervensionismo norteamericano desde la doctrina Monroe hasta la Revolución Cubana. Muchos datos se quedan de lado, sin embargo es posible un seguimiento del desarrollo y consolidación de la hegemonía estadounidense en el continente.
En la historia del intervencionismo estadounidense en América Latina debemos tener presentes a dos actores sociales importantes: los inversionistas (capitalistas) y los militares. También es importante considerar elementos de tipo psicológico, ideas tales como la del destino manifiesto, que se presentaba en esa época y que hasta la fecha subsiste. Este elemento ideológico juega un importante papel en el intervensionismo.
También hay que enfatizar que la intervención no solo se lleva a cado de manera directa, es decir con la fuerza, también existen otros medios indirectos de intervensionismo, como lo es el económico y el diplomático. Detrás de todas las intervenciones se hallaba un interés económico, aunque para las décadas de la guerra fría el peligro ideológico era un factor a temer.


[1] “América Latina, los Estados Unidos y las potencias europeas, 1830-1930”, en Leslie Bethell (ed), Historia de América Latina, T.7, Barcelona, Cambridge University Press / Crítica, 1991, p. 75.

[2] Boersner, Demetrio, Relaciones Internacionales de América Latina, México, Nueva Imagen, 1982, p. 206

lunes, 16 de junio de 2008

El intervencionismo norteamericano en América latina. De la doctrina Monroe a la revolución cubana. 1ª parte.

Desde finales del siglo XVIII y principios del XIX los Estados Unidos vieron la necesidad de asegurar sus intereses en el continente ante la constante presencia de las potencias europeas. La política llevada a cabo para la compra de Luisiana y la expansión hacia el oeste son muestras de que los Estados Unidos estaban llamados a constituirse en un poder hegemónico en el hemisferio occidental.[1] El intervensionismo norteamericano en América Latina hay que enmarcarlo siempre en el contexto de las relaciones internacionales no solo continentales, sino extracontinentales. En el periodo aquí comprendido destacan dos aspectos que alteran el sistema internacional y que de alguna manera influyen en la política que los Estados Unidos tienen para con los países latinoamericanos. El primero de estos aspectos es el expansionismo europeo sobre el resto del mundo que se produce en el último tercio del siglo XIX. El segundo tiene que ver con el sistema bipolar que acelera sus tensiones en Latinoamérica durante la segunda mitad del siglo XX.
A lo largo de la historia el intervensionismo norteamericano en el resto del continente se ha manifestado de muy diversas formas: desde el intervensionismo militar, hasta el económico, pasando por el diplomático, el político y el cultural. Si bien este último aspecto no será tocado en el presente trabajo, es necesario hacer notar que la penetración cultural que sufren los países latinoamericanos por parte de los Estados Unidos es un arma que de alguna manera les ha servido para contrarrestar los efectos negativos que su política intercontinental trae consigo. La noción del american dream sigue siendo elemento de motivación entre mucha gente, prueba de ello es el constante crecimiento de la comunidad latinoamericana en algunas regiones de los Estados Unidos.
El motivo de cortar el trabajo en la Revolución Cubana solo es por fines prácticos y motivos temporales. Sin embargo es necesario mencionar que la política de Estados Unidos hacia América Latina si bien no es ya la del garrote (aunque recordemos la invasión a Panamá con motivo de juzgar a Noriega), sigue teniendo el mismo fondo pero diferente forma.
La política continental llevada a cabo por los Estados Unidos tiene sus fundamentos y orígenes en la Doctrina Monroe, lanzada en un tiempo en que las independencias americanas se veían amenazadas por el interés de Europa de volver a penetrar en el continente. Dicha doctrina la podemos resumir en cuatro puntos básicos: 1) el continente americano no esta sujeto a nuevos intentos colonialistas por parte de las potencias extracontinentales; 2) los gobiernos americanos eran esencialmente distintos e independientes de los de Europa; 3) los Estados Unidos considerarían un ataque a sus intereses cualquier intento de interferencia de las potencias extracontinentales[2]; y 4) los Estados Unidos no intervendrían en las colonias europeas existentes en América, ni en los asuntos tanto internos como externos de las potencias europeas. Estos principios, junto con otros que se irían agregando a lo largo del tiempo y dependiendo la coyuntura, regirían la teoría política exterior de los Estados Unidos para con América Latina. A través de la doctrina Monroe “Norteamérica asume unilateralmente el papel de protectora de los demás países del hemisferio. Los espíritus críticos de la época, y sobre todo Simón Bolívar, se dieron cuenta enseguida del contenido potencialmente imperialista y hegemónico de la Doctrina, que serviría más adelante para las intervenciones norteamericanas en asuntos internos de los pueblos latinoamericanos; intervenciones dictadas por la rapacidad y la ambición de poder, pero justificadas en teoría por el empeño de «proteger» o «defender» a las víctimas, supuestamente en peligro de ser atacadas por potencias extracontinentales”.[3]
El mismo Bolívar fue uno de los impulsores del Congreso de Panamá, que se realizo en junio de 1826 y al cual solo asistieron Colombia, Perú, México y Centroamérica. El Congreso dio como resultado el Tratado de Unión, Liga y Confederación Perpetua que tenía como finalidad ligarse y confederarse para la guerra y la paz.
Especial fue el interés tenían los Estados Unidos en el área de Centroamérica y del Caribe, interés que lo llevó a confrontaciones con otras potencias europeas tales como Gran Bretaña o España. Toda Latinoamérica, pero principalmente la zonas arriba mencionadas eran zonas de rivalidad entre Inglaterra y Estados Unidos. Cuba era un importante enclave comercial y un importante productor de azúcar. Centroamérica era el lugar idóneo para la construcción de un canal que comunicara los océanos Pacífico y Atlántico.
Después de que España perdió sus colonias, el principal rival de los Estados Unidos en el continente americano era la Gran Bretaña. Las inversiones de Gran Bretaña en el continente fueron determinantes durante el siglo XIX y una parte del XX.
Uno de los primeros momentos del intervensionismo norteamericano se da cuando en 1825 Clay, secretario de Estado del presidente Adams, instó a México y a la Gran Colombia a suspender los planes de invasión que tenían para invadir Cuba y responder a las hostilidades que desde ahí les lanzaba España. El 1826 Adams ratificó su voluntad de garantizar que Cuba siguiera en manos de España; 73 años más tarde serían los Estados Unidos los que ayudarían de manera determinante a la independencia cubana.
Dentro de las tensiones generadas por los grupos antagónicos dentro de los países latinoamericanos, los Estados Unidos también tuvieron mucho que ver. Durante el segundo cuarto del siglo XIX, en el contexto de las luchas entre liberales y conservadores en Latinoamérica, los Estados Unidos apoyaron a los primeros para disminuir la influencia de los segundos.
Para mediados de la década de los cuarentas del siglo XIX surge una tensión entre Estados Unidos y Gran Bretaña en relación con la construcción de un canal en el Istmo centroamericano. En 1846 se negocio el Tratado de Bidlak, por el cual se concedió a los ciudadanos norteamericanos el derecho de tránsito en las mismas condiciones que tenían los ciudadanos de Nueva Granada, es decir se logró la neutralidad del istmo. Las tensiones continuaron y en 1850 se firmo el tratado Clayton-Bulwer, en el cual se acordó reconocer el equilibrio de ambas fuerzas sobre el istmo y establecer una especie de condominio sobre el área. Ninguna de las dos potencias tomaría la iniciativa de construir un canal por decisión unilateral. La obra sería ejecutada de común acuerdo y el país encargado de ella se abstendría de ejercer el control político exclusivo del canal, así como de fortificarlo militarmente.[4]
Para la década de 1850, Centroamérica se encontraba dividida en cinco estados, sometida a la dominación conservadora de Rafael Carrera, mientras que desde el exterior se ejercía esta suerte de condominio angloamericano, fundamentado en el tratado Clayton-Bulwer.
En cuanto a Cuba, durante el segundo cuarto del siglo XIX, la política que los Estados Unidos tomaron hacia la isla fue la de apoyar la permanencia del poder español en la isla, poder mucho menos significativo que el de otras potencias europeas, que significarían una amenaza en caso de apoderarse de la isla. Con el auge económico que vieron los Estados Unidos entre las décadas de 1830-1850, esta nación comenzó a promover en forma más directa la anexión de Cuba. En 1848 el presidente Polk ofreció a España la suma de 100.000 dólares por la isla. La corona española se negó. En 1850, en un segundo intento por invadir Cuba, Narciso López es apoyado por el sur estadounidense y la oligarquía cubana. La invasión fracasa. Cuba constituyó entre 1843 y 1860 un foco de tensión política internacional. Los Estados Unidos realizaron actos de diversa índole para apoderarse de Cuba sin resultados positivos. La doctrina del Destino Manifiesto y el espíritu expansionista de los norteamericanos se manifestó claramente en México y Cuba.
Para 1854 Franklin Pierce ofreció a España la suma de 130 millones de dólares por Cuba. Se presionaba por la anexión de la isla debido a las supuestas pretensiones inglesas sobre el enclave caribeño. Ministros plenipotenciarios estadounidenses acreditados en Europa reclamaban la conquista de la isla incluso por la fuerza. Boersner anota que: “los Estados Unidos manifestaron su tendencia expansionista frente a Cuba y Centroamérica. La oligarquía latifundista y comercial de los estados del sur constituye el principal baluarte de estas tendencias hacia la conquista de territorios latinoamericanos”.
En 1855 William Walker fue contratado por el grupo de liberales nicaragüenses exiliados en Estados Unidos para liberar a Nicaragua. Walker permaneció en el istmo hasta 1857 en que fue expulsado por los centroamericanos.
A partir de 1880 el potencial económico-financiero de los Estados Unidos se hizo sentir en América Latina la embriaguez del éxito material se tradujo en embriaguez imperialista. El reparto del mundo se estaba decidiendo y los Estados Unidos no querían quedarse atrás. Si bien el expansionismo territorial estadounidense no había pasado del norte mexicano, el expansionismo ideológico no tardó en hacerse presente. “Uno de los síntomas del espíritu imperialista, producto de una nueva etapa del capitalismo norteamericano, lo constituyó el deseo de participar activamente en los asuntos políticos de Latinoamérica y asumir en forma decidida el papel de árbitro en las relaciones internacionales americanas”.[5] Desde principios de la década de los ochenta (del siglo XIX), los estadounidenses desarrollaron el concepto de un sistema panamericano, dirigido por el gobierno de Washington, con los países latinoamericanos en calidad de protegidos por el coloso del norte. Dos eran los propósitos fundamentales de tal sistema: 1) la creación de una unión aduanera americana, donde los Estados Unidos tendrían el papel de abastecedores y financiadores del subcontinente; 2) implantar un sistema de arbitraje obligatorio donde los Estados Unidos serían jueces y árbitros de Latinoamérica. La primera Conferencia Internacional de Estados Americanos inicio en octubre de 1889. Asistieron Argentina, Bolivia, Brasil, Colombia, Costa Rica, Chile Ecuador, Estados Unidos, Guatemala, Haití, México, Nicaragua, Paraguay, Perú, Uruguay y Venezuela. Ninguno de los dos propósitos se aprobó en la reunión. La convocatoria a la Conferencia, que incluyó una excursión por las zonas industriales de los Estados Unidos, “tenía por objeto estimular a las naciones latinoamericanas a buscar el liderazgo económico y político de los Estados Unidos en vez de Europa”.[6] El principal resultado de la conferencia fue la creación de una Unión Internacional de las Repúblicas Americanas cuya sede estaría en Washington. La función principal de este organismo sería la de recibir y divulgar información económica y técnica de los países miembros de la Unión. De esta manera los Estados Unidos se apropiaron de la idea de una organización internacional americana y dieron el primer paso para establecer su liderazgo sobre una unión de repúblicas.

[1] Me refiero a que visto en retrospectiva los Estados Unidos se perfilaban como una potencia continental. Para la época quizá sería impensable atribuir a los Estados Unidos el papel de potencia. Sin embargo, y a riesgo de parecer poco parcial, en las declaraciones sobre la compra de Luisiana que Jefferson hace en 1803, aparecen tintes políticos de corte maquiavélico, enunciando desde esas tempranas épocas un afán expansionista y de control sobre el territorio americano.
[2] No se habla de un intervensionismo intercontinental.
[3] Boersner, Demetrio, Relaciones Internacionales de América Latina, México, Nueva Imagen, 1982, p. 106
[4] Ibid., p. 134.
[5] Ibid., p. 192
[6] “América Latina, los Estados Unidos y las potencias europeas, 1830-1930”, en Leslie Bethell (ed), Historia de América Latina, T.7, Barcelona, Cambridge University Press / Crítica, 1991, p. 79.

lunes, 9 de junio de 2008

El debate acerca de las drogas. I.

Hablar de las drogas resulta sumamente complejo, pues hay varias visiones y diferentes perspectivas, y centrarse en la particularidad de un problema sin atender a los demás es parcializar el asunto.
El estudio de las drogas, su consumo y sus efectos, es centro de atención de muchas disciplinas, desde la química y la medicina hasta la antropología y la historia. Hablar pues, de las drogas, sin atender a los variados enfoques que estas disciplinas atienden es hablar sin mucho conocimiento de causa.
Desde el aspecto social, indisolublemente ligado a los otros (económico, político, cultural y tecnológico) y en estrecha relación con los medios de comunicación, se observan dos macrorealidades cuya intersección se da de manera difusa: por un lado el narcotráfico, hablando principalmente de su etapa productiva (dejando de lado, por ahora, la comercialización y distribución); por el otro el consumo, integrado por aquellos individuos que cotidianamente (adictos) consumen drogas. Al hablar de “drogas” ya nos enfrentamos a un problema cuya resolución es indispensable. ¿Debe hablarse de “drogas”, pluralizando el concepto y generalizando substancias muy diferentes entre si?
¿Son todas las “drogas” iguales? ¿Existen diferentes grupos sociales en cuánto al consumo de drogas se refiere? Es decir, ¿la sociabilidad es semejante o no entre los diferentes grupos de consumidores? Para empezar a hablar de narcotráfico y consumo es necesario atender antes los cuestionamientos arriba mencionados.
Una pegunta inicial sería: ¿se pueden tipificar las drogas a partir de su uso cotidiano y de su consecuente sociabilidad? ¿Existen los “marihuanos” por un lado, los cocainómanos por otro, los de la heroína más allá, etcétera? Debo aclarar que me refiero únicamente a las drogas prohibidas; las aceptadas legal y socialmente las trataremos más adelante.
Una premisa básica de los grupos tipo Alcohólicos Anónimos es la que dice que el consumo de drogas se da de manera gradual: primero el tabaco, luego el alcohol (drogas permitidas), luego la marihuana, posteriormente la coca y así hasta llegar a las drogas más “duras”, según ellos. La realidad, o por lo menos una buena parte de ella, no es así. Los consumidores habituales de cocaína es difícil que consuman igualmente de habitual la marihuana. A la inversa, lo mismo. ¿Que quiere esto decir? Que los diferentes cuerpos se adaptan más o menos, o no, a determinado tipo de drogas. Igualmente la sociabilidad generada entre marihuanas y entre cocainómanos es diferente: los comportamientos de los grupos no coinciden o por lo menos si se distinguen claramente. Estas consideraciones (basadas en la observación y convivencia con estos grupos) implican que no podemos hablar de “drogas” generalizando las actitudes y necesidades de los drogadictos. Es necesario e indispensable, para atender el asunto de una manera más eficiente, hacer de cada grupo de consumidores una particularidad en sí, y al entenderlo como objeto en sí mismo, entonces si buscar sus relaciones con los asuntos que de él derive.
Ojala y la opinión pueda crecer y podamos entre todos construir algo que permita acercarnos a problemas, que si bien vemos lejanos, pueden estar al alcance de la mano debido a estos medios de comunicación.

Héctor García Montiel
hegarmon@yahoo.com