Las relaciones de pareja han sufrido dos
grandes tiranías: por un lado, la de la heterosexualidad, por el otro, el de la
monogamia.
El poliamor es la práctica que se sustenta en
la idea de que los seres humanos somos capaces de amar a más de una persona,
con la misma intensidad y fuerza. La idea en realidad no es nueva para nadie.
¿Quién no ama a más de una persona? Amamos a nuestras madres y padres, a
nuestr@s herman@s, a nuestras hijas e hijos, a nuestr@s sobrin@s, a nuestros
amigos y amigas, y a muchas personas más, las amamos con mucha intensidad, pero
nos relacionamos con cada una de ellas de manera diferente, y por lo tanto la
expresividad del amor se da de manera distinta. En este sentido todos somos
poliamorosos. Pero la cosa salta cuando hablamos de las relaciones de pareja,
esas que están condenadas a las dos tiranías que mencionamos arriba. “No
desearás la mujer de tu prójimo”, resalta uno de los mandamientos de la
religión judio-cristiana. Y la pregunta obligada es: ¿por qué a los seres
humanos se nos restringe la capacidad de amar a más de una persona? Las
respuestas pueden ser múltiples, dependiendo de la perspectiva a través de la
cual se contemple el problema. Desde el materialismo histórico y la perspectiva
de género se puede argumentar que la necesidad de establecer familias
monogámicas responde al sentido de propiedad: de la tierra, de las mujeres, de
las familias. Si la propiedad (de la tierra en un primer momento) es uno de los
primeros elementos por los que el ser humano crea un pacto social (aún cuando
este sea muy mínimo), esta propiedad se va fortaleciendo a través de los lazos
de parentesco. Las esposas llegan con dote, en dinero o en especie, lo que hace
que la propiedad del marido y de la familia se agrande. Si se tienen más
esposas, puede aumentar la propiedad del marido, pero también verse disminuida
al heredarla a los hijos que con ellas procrea, por eso también la división en
algún momento de la historia entre hijos legítimos e ilegítimos, éstos últimos
no eran susceptibles de heredar. Desde este sentido, la monogamia puede ser
impuesta para conservar las propiedades familiares. Desde la perspectiva de
género la situación se torna violenta: las mujeres son propiedad del marido,
quien, en muchas sociedades, sí puede tener varias esposas o parejas (poliginia),
pero ellas no pueden tener más de un marido. Las mujeres que mantienen
relaciones (sexuales o afectivas) con más de una persona son estigmatizadas por
la sociedad, llamándose “zorras”, “putas”, “fáciles” y otros adjetivos que al
pasarse a masculinos cambian su sentido al cien por ciento. Des esta manera, los
varones que mantienen relaciones (sexuales, principalmente) con más de una
mujer son considerados como “más hombres”, como si la capacidad de tener
“hombría” dependiera del número de parejas sexuales que tenemos.
Amor y relaciones sexuales… ¿van de la mano?
¿Si amas disfrutas más la relación sexual? ¿Si no amas, no tienes relaciones
sexuales? Otra tiranía que al amor entre los seres humanos se le ha impuesto:
el binomio amor-relaciones sexuales. El amor trasciende las relaciones
sexuales, como anotamos arriba: amamos a muchas personas, pero con cada una de
ellas nos relacionamos de manera diferente. El tabú del incesto impide relacionarse
de manera sexual o afectiva entre la familia, pero sin relaciones sexuales los
amamos. A nuestras amistades las amamos, pero no compartimos cama con ellos. Y
en ocasiones sucede a la inversa: no amas a quien comparte la cama contigo, de
manera accidental o de manera cotidiana. Entonces todos somos poliamorosos,
pero a quienes amamos, más que “amarlos de otra manera”, nos relacionamos con
ellos de otra manera. La dificultad del poliamor, entendido como práctica de
relación sexo-afectiva, es que no puede expresarse por las grandes cadenas
mentales que los seres humanos hemos construido, y de las cuales ha sido
difícil zafarnos. La capacidad de amar la ejercemos todas y todos, y la
limitación de esta capacidad nos corta las posibilidades expansivas de la
afectividad, limitación que ha tenido múltiples consecuencias, desde las
psicológicas como los celos y la envidia, hasta las sociales como los divorcios
y las demandas por adulterio. El amor monógamo y heterosexual ha sido
construido como la base de la familia, la que a su vez es la base de la
sociedad. Esta construcción ha dejado fuera, tanto en lo legal como en lo
consuetudinario, las posibilidades de relacionarse de manera diferente y de expresar
otras formas de amor. El poliamor y la diversidad sexo-afectiva son salidas a
la tiranía de la monogamia y de la heterosexualidad. En este sentido, son
elementos revolucionarios de la sociedad.
Héctor García Montiel
07/05/2014